Últimamente siempre me pasa lo mismo antes de un viaje... el
tiempo se me echa encima y no he preparado nada. ¿Cómo puede ser? De una
viajera como yo se espera que tenga todo preparado, todo previsto... pero algo
ha cambiado en mi manera de enfocar los viajes, a lo mejor he madurado después
de tantos kilómetros recorridos o puede ser que, más bien al contrario y
precisamente por todo lo vivido, me resista a madurar o me resista a seguir
planificando para dejar espacio al placer de la sorpresa...
Para aliviar las dudas que corroen mi espíritu pecador, en
estos últimos años he encontrado una excusa perfecta que además se vende
estupendamente de cara a la galería, a saber (hay que
imaginarse mi cara de interesante mujer de mundo al leer esto y por supuesto
ponerle mi bien modulada y aterciopelada voz): no preparo nada antes
de un viaje porque en el fondo lo que deseo es vivir la aventura de lo
desconocido, la sorpresa de lo nunca visto y sólo imaginado.
En un mundo ya casi completamente alicatado hasta el techo,
donde no hay un metro cuadrado que no haya hollado Google Maps y del que se nos
ofrece tanta información que prácticamente se hace innecesario ir en persona
porque ya lo sabemos todo con sólo preguntárselo a Siri o mirar los comentarios
en Tripadvisor (sí, sorry, pero antes que nosotros han ido a pisotear ese sitio
maravilloso miles de personas que, ¡encima!, han escrito comentarios en
internet), en ese mundo sobado, pues, la
única fuente de sorpresas y emociones, la única manera de sentir la magia de
ese momento de encuentro espacio-temporal entre la realidad de tu lugar soñado
y tu idea romántica de ese mismo lugar, se me antoja prescindir, precisamente,
de toda la información previa.
Ya sé, ya sé que a vosotros no os engaño y que no es muy
inteligente por mi parte esta...llamémosle "desidia viajera"; pero...
¿sinceramente? Me he cansado de ser inteligente. Ahora sólo quiero sentir el
viento en la cara
No hay comentarios:
Publicar un comentario